Mi familia y la Bella Durmiente cien años después El cuento favorito de María es La Bella Durmiente, y el tío |
Discurso. Medalla Justo Sierra Méndez |
Discurso en la entrega de la Medalla Justo Sierra Méndez. Maestro de América
Mi padre perdió al suyo cuando era pequeño: mi misma historia. Obligado por su mamá se fue a estudiar a la ciudad de México, para que le ayudara a mantener a sus hermanos lo más pronto posible. Mientras estudiaba, le entró la pasión por la literatura y el periodismo, como a su familia. Hijo de tigre, pintito. Estaba deslumbrado por la ciudad de México, sobre todo la que fue descubriendo bajo la tutela de don Juan Buenfil, el tío Juanito, pero la separación de su tierra lo hirió hondamente, y la única forma que encontró de sanar fue internándose en las bibliotecas y en los archivos buscando el rastro de su historia: la maya (Una polémica en torno de frailes y encomenderos, el prólogo y las notas a la historia de Fray Diego de Landa; la colonial, sus piraterías; la del siglo xix: los viajes de Justo Sierra O´Reilly. Luego habría de descubrir otra pasión como una forma de servicio: la política; y con ella iría madurando su escritura hasta llegar el Juárez y el Cuauhtémoc. De este lugar provengo, ese padre me engendró, pero no nací en Campeche, no crecí en Campeche, no disfruté a los tíos ni a las tías, ni me cocinó mi abuelita pan de cazón ni me premió con pasta de chicozapote ni me cantó canciones de cuna. No escuché la música de mis primos Loría Pérez, ni nadé en este mar, ni vi las puestas de sol desde esta bahía ni las estrellas desde Edzná. No; pero leí los libros de mis tíos y de mi padre y supe escuchar y cultivar mis inclinaciones por Campeche y lo campechano. Buscando a Héctor Pérez Martínez encontré al estado y me entregué a él. No soy sino parte de una tradición, nada nuevo.
II Mi madre descubrió Campeche a través de los ojos de mi padre, pues era sonorense. Imagino a la pareja en aquel entorno donde las llamadas de larga distancia se hacían por radio, sin refrigerador, con cocinas de carbón y tres niños bajo el mosquitero sujetos a leche clavel que era la que mejor se conservaba. Campeche debió haber sido para mi madre una vida no sólo exuberante sino llena de sorpresas. Como para mí. Un mundo por entender y una cultura por descubrir. Cuando yo era niña, ella hablaba de su vida en Campeche, como si acabara de regresar, como si necesitara contarla para recuperar los tiempos idos, para no perder los recuerdos. Había cosas que yo no entendía, pero las guardaba en la memoria; había otras que deducía. Contaba, por ejemplo: “Encargaban velas” o “Compraban petróleo para las lámparas”. Aunque no lo dijera, sabía que no en todos lados debía haber habido luz eléctrica, ¿no es cierto? Pero me costaba trabajo imaginar las vaquerías, las fiestas del palmar…, me preguntaba cómo serían la música y el baile. Me hablaba de gente desconocida cuyos nombres todavía puedo recitar: Fita Aznar, Gonzalo Bojórquez, Rafael Martínez (Pachalí), Nazario Quintana Bello, Emilio Marcos Pérez, José del Carmen Casanova, el doctor Eduardo Fernández Mac-Gregor, Gonzalo R. De la Gala, Pepe Narváez, Isaac Cásares, Nelda Magaña, el doctor Quijano, la Choya Quijano, Irma Quintana, Adda Cárdenas, Guayo Lavalle, Manuel López, María Lavalle, Álvaro Artiñano, Florita Castillo, Asunción Martínez Camargo (Chon Camiseta), María Armenteros, Álvaro Abreu… muchos, muchos nombres sin rostro. Sus ayudantes: Ramona Chan y Lupita. Yo me quedaba dormida cuando caminábamos por la Quinta de los Gobernadores o estábamos de visita en las casas de los tíos o los primos de mi papá preparando el carnaval. La pensaba en las fiestas con su hermoso traje de campechana, cuya blusa llevo en ocasiones especiales como ésta. Una antigüedad, pues era de mi abuela. Le rogaba: —Llévame, mamá. Nunca quiso volver. Ponía pretextos: —No, no. Hace mucho calor, está muy lejos. Aquí había vivido los mejores años de su vida junto a mi padre, y todo lo había perdido con su muerte. Ya nada sería igual. ¿Para qué volver? Yo moría de ganas de ver el árbol del que caían aquellos aguacates enormes que le mandaba de su quinta Conchita Molina, una ahijada suya, que terminó radicando en México, al lado de su esposo Salvador Cruz. Quería conocer el árbol del chicozapote y del mamey; pasear en un volán tirado por caballos, pescar camarones gigantes como los que comíamos en días de fiesta en casa de la tía Lilia en la ciudad de México —todo lo que llegaba a mi casa de Campeche era inmenso como los mangos petacones y los aguacates mantequilla—. Deseaba escuchar cuentos de aluxes; hablar como mis primos que iban a wishar no a hacer pipí; pero sobre todo, quería conocer a mi abuelita María, que me dijera: —Ven, nenée, ven que te abrace. Tienes los ojos de tu abuelo. La risa de tu mamá. Y le insistía a mi madre: —Quiero ir a Campeche. A veces, ella recordaba para mí historias como ésta: "Una tarde se oyó en la quinta un rumor extraño que venía del cielo, como sonajitas. Shhhhhuuuuu, shhhhhuuuuuut, shhhhhuuuttttttt. Era una manga de langosta. Cientos, miles de langostas, millones. Todos corrían a cerrar puertas y ventanas. Salió corriendo tu papá con Noé Balladares y Herrerita, el chofer y su ayudante ,y volvió por mí. “Tienes que ver este ejército”, me jaló. Al salir, vi una nube negra que se movía en lo alto tapando la luz. De ella bajaban las langostas en picada mientras la nubeseguía su camino, descendían sobre las palmas, los aguacates, los frutales. Se estrellaban en el suelo, en las paredes de la casa, en nosotros, desaparecíanlas hojas en segundos. Entré aterrorizada. Tu papá se quedó fuera, con la gente de la quinta, encendiendo periódicos para ahuyentarlas con el humo. Fue una tarde triste para todos: habría hambre en el campo." Yo quedé más asustada que ella, pues creí que se refería a las langostas de mar: langostas campechanas voladoras. Me daba miedo que me fuera a tocar verlas, pero de todos modos quería conocer lo que no existía cerca de mí: los delfines en la laguna, las ruinas en las selvas, el carnaval en la ciudad. Hasta que un día, mi tía Dora mandó por mí. —Está chiquita para viajar sola. El próximo año —pretextó mi mamá. Yo no tenía miedo. Era mayor mi ansia por pisar la tierra de mi papá. Por escuchar a Lorenzo, un perico que había sido de mi mamá y que se había quedado mi tía, por abrazar a una abuelita que nunca entendió que yo fuera yo, porque me confundía con mi hermana mayor. —Soy Silvia, abuelita —la trataba de convencer. Y me volvía tristona a ver a mi tía: —Dile que yo nací, que no soy la Chacha. Ignoraba mi tristeza, ¿me quería a mí o quería a mi hermana? Pero niñas las dos, al ratito nos abrazábamos embrocadas en la hamaca como si siempre hubiéramos vivido juntas, como si hubiéramos sido gemelas; por eso escribí Mi abuelita tiene ruedas. Jugábamos, me hablaba de su niñez, de mi abuelo que la dejó joven, de sus hijos pequeñitos, porque vivía en el pasado. Me cantaba, salíamos a pasear en coche, a decirle adiós a la gente, a ver las luces encendidas. Hasta me mandaba comer ta, como una chiquilla grosera, cuando me iba a pasear con mi tía. —¿Por qué no la llevamos? —Va a tomar su siesta —explicaba mi tía. —Que la Chachita coma ta —me seguía su ira hasta el coche porque me iba a pesar de su desesperación, de su soledad. No quería dejarla. Era una abuelita de carne y hueso anhelada por años que pedía todo por mí: “Queremos tauch, tenemos hambre, queremos pasear”; pero al mismo tiempo, salir con mi tía era reconocerme en las calles, las casas, los ventanales, la herrería, las iglesias, los parques, el mar, la comida, la música… En el muelle me enseñaba los nombres de los pescados, en el mercado el de la fruta que me daba a probar, en la panadería me decía el nombre de los panes: panetelas, pichones, camelias… En las reuniones me presentaba a gente cuyos apellidos yo recordaba de las pláticas de mi mamá. Me llevaba de la mano, casa por casa, barrio por barrio: “Esto es tuyo. Tú perteneces a este lugar. Que no se te olvide. Aquí están tus muertos.” Terminó mi luna de miel. Perdí el paraíso como mi mamá. Extrañaba a mi abuelita, la ropa ligera, la fruta tropical, el acento campechano, pero todo lo llevaba conmigo. Entonces encontré En los caminos de Campeche. Un libro de mi padre que me impresionó porque está escrito en primera persona. Como si me hablara. En él descubrí no sólo a mi padre sino lo suyo, encontré también a su gente, a la gente del estado. Me marcó. Entonces empecé a tener una curiosidad insaciable por mi padre y por Campeche. Preguntaba todo, visitaba al tío Perucho, a la tía Lilia y al tío Cheo. Hurgaba en los archivos de mi padre, en la biblioteca. Provocaba a mi mamá: —Conozco mejor a mi papá que tú. Corregía fechas, nombres, acciones. Mis hermanos se azoraban. Pero no fue sino hasta que me quedé con la biblioteca de mi padre cuando di rienda suelta a mi curiosidad. Entonces fui sistemática en mis lecturas: historia, geografía, economía, literatura… No es que conozca demasiado a Campeche, pero sí lo suficiente para vivir enamorada de él: me lo regaló mi papá, me lo entregó por él la tía Dora, y lo trabajé por mi cuenta: nunca he estado lejos de Campeche ni lo estaré, es parte de mi esencia. Hoy tengo en esta medalla y en la María Lavalle Urbina que me fue entregada en el año 2000, la reafirmación de mi identidad campechana, de mi pertenencia. Me he diferenciado de otros escritores por ahondar en la ausencia, en mis pérdidas, para no dejarlas ir del todo. Los escritores escribimos sobre lo que nos duele. Señor gobernador, señores miembros del Comité Cívico, queridos amigos todos, esta medalla me llega hondo, es el reconocimiento que más me ha emocionado porque va de por medio mi intimidad, algo que llevo dentro, mis raíces. El premio me honra y me honra compartirlo con personajes que he admirado tanto, con amigos. La primera persona en recibir esta medalla fue nada menos que María Lavalle Urbina, toda una institución ella misma, pero han sido pocas las mujeres en recibirlo de manera individual: sólo la querida maestra Martha Medina del Río. Quizá yo la merezca menos que otras campechanas distinguidas en campos como la jurisprudencia, el magisterio, el arte, la ciencia u otras disciplinas. Uno siempre piensa que no se merece nada. La recibo feliz como un homenaje a todas las mujeres que vendrán después de mí. Las contribuciones de don Justo Sierra Méndez en el campo de la educación, la literatura, la promoción cultural, la abogacía, la historia y la política fueron enormes. Portar una medalla que lleva su nombre y que me entregan el pueblo y el Gobierno de Campeche es un compromiso, me obliga a reforzar los lazos, a entregarme más, sobre todo a nuestros niños. Muchas gracias, señor gobernador, muchas gracias al Comité Cívico Estatal, el Grupo Promotor de la Academia Campechana de la Lengua Española que preside Alejandro MacGregor González; la Fundación Cultural “María Lavalle Urbina”, A. C., presidida por Nyndira Mass Narváez, el Grupo de Intelectuales Campechanos representado por José Manuel Alcocer Bernés, Manuel Gantús Castro, Tomás Arnábar Gunam, Ileana Pozos Lanz, Juan Carlos Saucedo, Gerardo Pasos Palma, Manuel Enrique Pino Castilla, y el Archivo General del Estado, que dirige Rafael Vega Alí. Muchas gracias a mis amigos campechanos: no quisiera dejar a nadie fuera pero tengo que agradecer a la Maestra Martha Medina del Río, a Mini Alcalá, a Lupita, Bety y Margarita Balmes. Dedico esta medalla a mis nietos, a Claudio, mi compañero, por las horas que le he robado, y a mis hijas. Muchas gracias.
Silvia Molina San Francisco de Campeche Sábado 26 de enero de 2013 |